Enseñanzas de la
industrialización dependiente
14 01 2013
Desde
los años treinta, ante el recrudecimiento del problema de la restricción
externa, los países de América Latina impulsaron un proceso de modernización
económica e industrialización por sustitución de importaciones dirigido por el
Estado. Como ya lo había apuntado John Maynard Keynes, en 1926, la mano
invisible del Mercado no tenía condiciones de resolver los problemas
económicos. Sería necesaria la mano visible del Estado. Todo el planeta
despertó de la ilusión liberal que pudo haber sido verdad en los tiempos de
Adam Smith. En el periodo llamado por Eric Hobsbawm de “Era de la Catástrofe”
(1914-1945), la intervención y la planificación estatal pasaron a ser de
excepción a regla. Desde 1917, la URSS ya hacía sus planes quinquenales. Parte
de Europa fue controlada por gobiernos conservadores, como en Italia (Benito
Mussolini, 1922-1943), Portugal (Antonio Salazar, 1932-1968), Alemania (Adolf
Hitler, 1934-1945) y España (Francisco Franco, 1939-1975). Otra porción asumió
el Welfare State (estado de bienestar social), liderado por las ideas
social-demócratas. Estados Unidos adoptó políticas similares en el New Deal
de Franklin Roosevelt (1933-1945).
La
manifestación latinoamericana de ese proceso de intervención y planificación
estatal fue el denominado “nacional-desarrollismo”, estudiado por la CEPAL y el
ISEB. Esa fue la salida adoptada por las naciones de la región ante la crisis
del período de las dos grandes guerras y la gran depresión. Siguiendo el camino
inaugurado por el mandatario uruguayo José Battle y Ordóñez al inicio del siglo
XX, Getúlio Vargas (Brasil, 1930-1945 y 1950-1954), Lázaro Cárdenas (México,
1934-1940) y Juan Domingo Perón (Argentina, 1946-1955) implementaron acciones
activas del Estado en la planificación, coordinación e intervención en la
economía. A partir de 1945, con el mundo ya bajo la hegemonía de Estados
Unidos, ganaron fuerza los movimientos de interrupción de esos gobiernos. Pese
a los avances de aquellos años, cuyos algunos frutos positivos están presentes
hasta hoy, ese proceso fue abordado en la mitad de los años cincuenta. Se
asocia el final de esa etapa con el suicidio de Vargas, en 1954, y el golpe de
Estado en contra de Perón, en 1955.
Antes
del inicio de los años sesenta, frente al crecimiento del mercado interno de
manufacturas y servicios en América Latina, a los países centrales se les hizo
oportuna la industrialización de la periferia. Si antes habían asumido una
posición en contra de ese proceso, a partir de entonces pasaron a apoyar la
producción en las naciones latinoamericanas bajo dirección y control
extranjero. La industrialización periférica fue inicialmente dirigida por el
Estado y contó con la activa participación de los capitales privados nacionales
hasta mediados de los años 50. A partir de entonces pasó a ser dirigida por las
transnacionales “asociadas” a los Estados, con el capital privado nacional
actuando como socio menor. En esa nueva etapa, los países de la región
utilizaron una estrategia extremamente abierta al ingreso de capitales
internacionales, permitiendo el establecimiento de industrias foráneas de
acabamiento y ensamblaje, con elevado grado de importación de insumos,
maquinarias e incluso profesionales.
La
región dejó de importar algunos productos terminados, pero esa producción
interna se dio por medio de compañías multinacionales que migraron a esos
países en busca de ventajas económicas (de localización, fuerza de trabajo más
barata, acceso a fuentes de energía, etc.). Esas industrias controladas por el
capital extranjero gozaron de grandes beneficios, como si fueran industrias
verdaderamente nacionales: protección estatal, crédito público, exoneraciones
de impuestos, reducciones de aranceles, donaciones de terrenos, entre otros.
Esas transnacionales expandieron sus importaciones de bienes intermedios y de
capital, suministrados exactamente por los mismos proveedores que antes
exportaban bienes de consumo. Se incrementó la dependencia externa de capitales
y tecnología. Por lo demás, como contrapartida a las inversiones directas en
América Latina, aumentaron de forma significativa las remesas de capital hacia
los países hegemónicos, los pagos de royalties y la contracción de
deudas. Es decir, se multiplicó el drenaje de recursos hacia el exterior,
profundizando el desequilibrio de la balanza de pagos.
Con
el tiempo, reflejo de los incentivos ofrecidos por el gobierno, las inversiones
directas de capital extranjero se extendieron por las distintas ramas de la
economía: servicios, bancos, seguros, ganadería, electrodomésticos,
automóviles, agricultura, minería y petróleo. Fueron los años de la invasión de
transnacionales como General Motors, Ford Motor, Chrysler,
General Electric, International Business Machines
(IBM), Unión Carbide, Du Pont, Volkswagen,
Opel, Daimler, Mercedes Benz, Bayer, Hoechst
–solamente para citar algunas. Esa supremacía de las empresas foráneas –y su
concepción importadora– hizo fracasar la edificación armónica de un sistema
productivo interno: se entorpecieron las relaciones del sector transformador
con el sector primario, se cerró la puerta para la internalización de la
dinámica industria-agricultura y se estancó la posibilidad de desarrollo
autónomo. Eso generó una gran dificultad para relacionar las etapas
industriales anteriores (aguas arriba) con las posteriores (aguas abajo). Bajo
la dominación extranjera –y su lógica de enclave– en muchos países no se ha
podido lograr hasta hoy la interconexión entre las cadenas productivas y entre
los diversos sectores.
La
política de las empresas transnacionales ha sido obstruir la integración de los
sectores productivos internos. Su objetivo es perpetuar el subdesarrollo, a
través del control sobre el contenido del flujo comercial de los países
periféricos. Es decir, según su conveniencia, las transnacionales compran o
venden materias primas, productos intermediarios o bienes de capital. En última
instancia, la decisión es tomada por la casa matriz, que opera en los países
centrales1.
Además de fortalecer su dominio sobre el sector primario, el capital foráneo
buscó asumir el control del sector secundario y de ramas estratégicas del
terciario, profundizándose de esa manera el carácter no nacional de esas
actividades.
En
los años 60, el intelectual Salvador de la Plaza previó que “la
‘diversificación’ de la producción por el capital privado extranjero acentuará
la mediatización de las economías, las convertirá cada vez más en apéndices de
las economías extranjeras, principalmente de la yanqui”. El economista Héctor
Silva Michelena afirmó que: “en la raíz del subdesarrollo contemporáneo está la
dominación imperialista, y solo con la liquidación de esta dominación será
posible enderezar nuestros países en la vía del desarrollo económico-social
para las grandes masas del pueblo”. A su vez, Orlando Araujo sostiene que “las
multinacionales variaron su política de exportar manufacturas y trataron de
saltar la barrera de los aranceles y pasarse a producir del lado de adentro (…)
El sistema capitalista extranjero de nuestra economía mediatiza la conducta
social, participa orientando la política, dirige la cultura y va forjando, con
tan insólitos poderes, un tipo humano híbrido e intermediario que llama paz al
miedo, democracia al servilismo, desarrollo al despilfarro”.
Hasta
el final de los años 50, muchos países latinoamericanos importaban una altísima
proporción de su consumo global. Compraban huevos, pollos, hortalizas, crema de
leche, conservas de carne, cigarrillos, envases de vidrio, neumáticos,
mantequilla e, incluso, helado, principalmente de Estados Unidos. Ya en la
mitad de la década siguiente, como resultado del proceso sustitutivo, la
mayoría de esos productos no era importada e incluso ya se exportaban algunos
de ellos. Si por un lado en los años 60 se verificó la disminución de la
dependencia de bienes manufacturados importados del exterior; por otro lado
duplicaron los volúmenes de las importaciones de materias primas, bienes
intermediarios y de capital.
El
párrafo siguiente, del historiador Federico Brito Figueroa ayuda a vislumbrar
lo sucedido: “La industria manufacturera deviene en una modalidad de la
expansión comercial metropolitana. Es una industria importadora; de los países
metropolitanos se importa el tabaco rubio para las fábricas de cigarrillos, que
en la actualidad no son nacionales, dejaron de serlo en la década 1950-1960, y
se transformaron en filiales del consorcio tabacalero norteamericano; los jugos
enlatados no se fabrican con frutas criollas, sino con frutas importadas en
forma de papilla; el calzado se elabora con pieles importadas, importados son
el mosto y la melaza para la industria licorera, la madera para los muebles,
las fibras para la industria textil. Es, si se quiere, un retroceso de las
formas económicas industriales a las actividades comerciales de importación.
Es, cualitativamente, un retroceso, con el agravante de que industria y
comercio están regidos por la fuerza imponderable del capital monopolista
norteamericano”.
Debido
a la condición netamente importadora de las nuevas industrias, el creciente
dominio del capital extranjero sobre la producción y la contradicción mucho
capital aplicado versus muy poco empleo generado, había poco crecimiento
industrial. Sobre ese último aspecto, existía una marcada contradicción entre
la necesidad nacional y la dinámica de las corporaciones oligopólicas: se ha
verificado el fuerte desequilibrio de los factores de producción capital y
trabajo. Se utilizaron técnicas intensivas en capital (factor escaso en los
países periféricos) y se ahorró en la mano-de-obra (factor superabundante en la
región). Celso Furtado considera que, como resultado, las estructuras
establecidas empleaban poca gente, pagaban bajos salarios, operaban con
des-economías de escala y, lo más grave, no creaban su propio mercado de
consumo.
Consecuencia
de la dominación extranjera y de las distorsiones internas, los problemas de la
economía se acentuaron. En el campo laboral, por ejemplo, se ha verificado la
incapacidad de absorción de los incrementos de la fuerza de trabajo: los
sectores intensivos en capital, como el minero y el petrolero, generaban
desempleo tecnológico; el sector agrícola, que hasta los años cincuenta fue el
empleador mayoritario, solo andaba para atrás; el sector industrial, que
debería absorber los desempleados petroleros y agrícolas, estaba estancado; el
sector servicios fue el que recibió la avalancha de gente. La industria
transnacional no generaba empleos, no distribuía renta y no generaba demanda
interna. Por eso, de manera general, ha operado con elevada capacidad ociosa y
creó un círculo vicioso caracterizado por las malas condiciones de trabajo y la
baja productividad fuera de los sectores más dinámicos. Maza Zavala concluye
que la industrialización sustitutiva de importaciones significó la continuación
histórica del subdesarrollo, que no ha significado un crecimiento hacia adentro
sino el establecimiento de un vínculo aún más acentuado de los países
periféricos con la dinámica capitalista mundial. Afirma que, en virtud de ese
proceso de industrialización por sustitución de importaciones, “las economías
en lugar de orientarse hacia sí mismas y encontrar fuerza en su propia dinámica
interior, incrementan, multiplican y conforman los lazos de su dependencia con
respecto al centro dominante y se complica más el problema del subdesarrollo”.
Entonces, ¿qué ha pasado con la
industrialización periférica? Según Max Flores Díaz hay cuatro características
muy claras: 1) creciente monopolización y concentración del capital industrial
en manos del capital extranjero, dominación que empieza con el aporte
tecnológico y termina con el control del proceso –desplazando al capital
privado nacional y al Estado; 2) contraproducente diversificación de la
producción de bienes de consumo final ensamblados en el país (automóviles,
electrodomésticos, viviendas de lujo). Dicha producción aumenta la demanda por
importaciones de materias primas y bienes de capital y suple únicamente la
demanda del pequeño sector privilegiado de la sociedad, que se apropia de la
mayor parcela del ingreso; 3) las inversiones migran hacia actividades que
producen bienes de consumo superfluo, en detrimento de los bienes de consumo
popular, generando distorsiones crónicas en los precios de los últimos; 4)
ineficiencia de la industria, mala calidad y baja competitividad internacional.
Los
resultados de la industrialización dependiente de América Latina fueron
verificados en el inicio de los años 60: desajustes entre los sectores
productivos, concentración de la renta, profunda dependencia tecnológica,
aumento de los precios internos, gran vulnerabilidad de la balanza de pagos (es
decir, drenaje de recursos hacia el exterior, vía importaciones, remesas de
dividendos y los elevados compromisos financieros con la banca internacional).
Es fundamental que los actuales gobiernos latinoamericanos no caigan en esa
misma trampa.
No se trata de ser contrarios
al ingreso de capitales externos, sino de garantizar que los recursos vengan
verdaderamente aportar. Hay mucha confusión en torno de la llamada Inversión
Extranjera Directa (IED), entendida como una entrada de dinero para adquirir
empresas o para crear estructuras productivas nuevas. Sin embargo, de la forma
como están siendo promovidas esas inversiones, tienen como resultado la
desnacionalización de las economías y el posterior drenaje de recursos hacia
fuera. Según Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, “el rendimiento
de la IED transferido hacia los países de origen aumentó de US$ 20 mil millones
anuales entre 1998 y 2003 para US$ 84 mil millones anuales entre 2008 y 2010”.
Considerando el caso de Brasil: entre enero y octubre de 2012 entraron US$ 55,3
mil millones como IED. Durante el mismo período, fueron enviados hacia fuera,
como remesas de lucro al exterior, US$ 59,8 mil millones. O sea, el resultado
neto de las operaciones fue negativo. A los países latinoamericanos, emisores
de monedas no convertibles y portadores de problemas crónicos de restricción
externa, no les conviene mantener esa política suicida, que promueve la
permanente salida de recursos hacia los países desarrollados. Las venas
abiertas de América Latina continúan financiando el centro del sistema
capitalista, ahora en crisis.
Nota:
1 El economista Malavé Mata apunta que “en el inicio de la década del
sesenta se estableció una política económica que permitió la penetración de
consorcios industriales extranjeros en la economía... La política industrial
fue desviada de las etapas programadas preliminarmente hacia objetivos
inconfesables de nueva mediatización. Se proyectó, entre las definiciones de la
estrategia económica nacional, el crecimiento ‘hacia adentro’ con otra
orientación”. Es decir, ya no era “desde adentro” sino “hacia adentro”: el
exterior entra y domina.
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